Hay soledades que anhelo, como la del tranquilo banco a la orilla del mar que me permite ir y venir -como las olas- al sancta sanctorum que se oculta en lo más profundo de mi alma.
Hay soledades que temo, como la del moribundo que, en una fría cama de hospital, espera a la parca sin más compañía que la de la ausencia de quienes en su día le quisieron.
Hay soledades que me repelen, como la del que -estando rodeado de gente- no encuentra a quien le socorra cuando lo necesita.
¿Somos creadores de soledades o nos retiramos para beber de ese silencio que nos alimenta y nos da la fuerza necesaria para regalar una palabra cargada de humanidad, sentido y amor?